Pensar en un taller sobre la escritura del "yo", cuando has volcado una vida en 350 páginas, te hace suponer, a primera vista, que llegás tarde. Si le sumás otras ciento cuarenta y cinco, dónde para exorcisar el dolor, recuperaste recuerdos, emociones y risas que no volverán, suponés que no te queda nada por aprender, porque está todo dicho.
Pero siempre hay algo o alguien, que te lleva de la mano a reconsiderar la idea.
Si ese alguien es tu nieta, un ser en el cual te podés espejar, alguien que llegó en su momento a establecer la complicidad "femenina" que necesitabas (a pesar del tremendo apego a los primeros dos nietos varones) para balancear la intromisión de un abuelo muy avasallante.
Con Verónica comenzaba otra historia. Quizás otra versión de la misma, pero más dulce, más delicada, contada desde otros acontecimientos que las fueron acercando por el hecho de ser mujeres. Esto hizo que el viajar juntas, las dos solas, llegara a ser uno de los premios que raras veces concede la vida. Aprender y enseñar que también en lo nuevo, nada es nuevo. Que a ella le estaba pasando lo mismo que a vos te pasó. Y desde aquello entenderla y alentarla para que descubriera su propio camino. Que la sinceridad comienza por uno mismo: si no le mentís a tu "adentro", tampoco le mentirás al "afuera". Así que no te arrepientas de aquella carta en la que respondías a sus primeros enormes titubeos: si crees ver la luna en el pozo y no bajás a buscarla, nunca sabrás si fue cierto.
Hoy ella es así, sincera, espontánea y segura.
Debe ser esa la razón por la cual la seguiste y te acercaste al taller de Flor y Guada...aún sin estar muy convencida.
Fue una buena elección. Te sorprendiste escuchando a gente nueva. Fue interesante acompañarlos y descubrir cómo cada uno revelaba su "yo", de manera diferente.
Y disfrutar de un espacio pequeño, que quizás no tenga una continuidad asidua, pero que te ha dejado con las sensación de que fue un precioso retazo de tiempo. Un tiempo compartido emocionalmente desde la palabra, que es madre de emociones, cuando de literatura se trata.
Gracias Vero, entonces, y muchas también a Guada, Flor y a todas las compañeras y
compañeros que no nombro para no olvidarme de ninguno.
Gracias por enseñarme que...aunque no lo creía, queda mucho por decir.
Para despedirme les dejo un poemita que escribí el 21 de marzo en que cumplía 80 años, cuando me fui sola y desesperada por la muerte de un hijo, hasta El Cuzco, para acariciar en ése día, la piedra sagrada del equinoccio de otoño:
Equinoccio
El infinito tiempo de volar/ no ha terminado, // entre dos lunas he de enlazar/ presente con antaño. // ¿El mañana ? //Será de aquellos que se atrevan a robarlo.
TRISTE Y BELLO! rOSANA GRACIAS
ResponderEliminarGracias!
ResponderEliminarQuizás la tristeza haga bello al poema y el poema ayude a alejarla.
De hecho, el escribir,¡ayuda!
Un abrazo