Revelación de un Mundo, de Clarice Lispector
Lo que quiero contar es tan delicado como la propia vida. Y yo querría poder emplear la delicadeza que también guardo en mí, al lado de la grosería de campesina que me salva.
De niña, y después de adolescente, fui precoz en muchas cosas. Para sentir un ambiente, por ejemplo, para aprehender la atmósfera íntima de una persona. Por otro lado, lejos de la precocidad, me encontraba en increíble atraso en relación con otras cosas importantes. Continúo por lo demás atrasada en muchos terrenos. Nada puedo hacer: parece que hay en mí un lado infantil que no crece jamás.
Hasta pasados los trece años, por ejemplo, estaba atrasada en lo que los americanos llaman hechos de la vida. Esta expresión se refiera a la relación profunda de amor entre un hombre y una mujer, de la que nacen los hijos. ¿O será que yo adivinaba pero turbaba mi posibilidad de lucidez para poder, sin escandalizarme conmigo misma, seguir en inocencia arreglándome para los varones? Arreglarme a los once años consistía en lavarme la cara tantas veces hasta que la piel estirada brillase. Yo me sentía lista, entonces. ¿Sería mi ignorancia un modo tonto e inconsciente de mantenerme ingenua para poder seguir, sin culpa, pensando en los varones? Creo que sí. Porque yo siempre supe de cosas que ni yo misma sé que sé.
Mis compañeras de colegio sabían todo y hasta contaban anécdotas al respecto. Yo no entendía pero fingía comprender para que ellas no me despreciasen a mí ni a mi ignorancia.
Mientras tanto, sin saber sobre la realidad, seguía por puro instinto flirteando con los varones que me agradaban, pensando en ellos. Mi instinto había precedido a mi inteligencia.
Hasta que un día, ya pasados los trece años, como si recién entonces yo me sintiera madura para recibir alguna realidad chocante, le conté a una amiga íntima mi secreto: que era ignorante y me había hecho la que sabía. Ella casi no me creyó, tan bien yo había fingido. Pero terminó sintiendo mi sinceridad y ella misma se encargó allí en la esquina de aclararme el misterio de la vida. Sólo que también ella era una niña y no supo hablar de un modo que no hiriera mi sensibilidad de ese momento. Me quedé paralizada mirándola, mezclando perplejidad, terror, indignación, inocencia mortalmente herida. Mentalmente tartamudeaba: pero ¿por qué? ¿para qué? El choque fue tan grande –y por unos meses tan traumatizante- que allí mismo en la esquina juré en voz alta que nunca me casaría.
Aunque meses después me olvidara del juramento y siguiera con mis pequeños noviazgos.
Después, con el transcurso del tiempo, en vez de sentirme escandalizada por el modo como una mujer y un hombre se unen, pasé a encontrar ese modo de una gran perfección. Y también de gran delicadeza. Ya entonces yo me había convertido en una muchachita alta, pensativa, rebelde, todo mezclado con bastante salvajismo y mucha timidez.
Antes de reconciliarme con el proceso de la vida, sin embargo, sufrí mucho, lo que podría haberse evitado si un adulto responsable se hubiera encargado de contarme cómo era el amor. Ese adulto sabría cómo lidiar con un alma infantil sin martirizarla con la sorpresa, sin obligarla a tener toda sola que rehacerse para de nuevo aceptar la vida y sus misterios.
Porque lo más sorprendente es que, incluso después de saberlo todo, el misterio permaneció intacto. Por más que yo sepa que de una planta brota una flor, sigo sorprendida con los caminos secretos de la naturaleza. Y si continúo hasta hoy con pudor no es porque me parezca vergonzoso, es pudor exclusivamente femenino.
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